XII NOCHE DEL TERROR DE SAN NICOLÁS DEL PUERTO
EL CRIMEN DEL HUÉZNAR
Mire
usted, don Federico, por aquel tiempo, cuando lo del Crimen del
Huéznar, cuando apareció aquella tarde la niña Isidora a la orilla
de la ribera, muerta y con las tripas al aire, mi abuelo y yo
solíamos andar haciendo el cordel de los caminos y los pueblos de la
parte norte de Sevilla, el abuelo componía romances de los afamados
y horrorosos crímenes de las provincias cercanas, y se ganaba unos
reales recitándolos. El abuelo se llamaba Sebastián Cumbreño
González, y un servidor, como usted sabe, también se llama
Sebastián Cumbreño, para servir a Dios y a usted, pero mi segundo
apellido es Ballesteros, por el de mi madre.
Éramos
muy pobres, vivíamos en un mal caserón hecho de adobes y cubierto
de retamas y de paja seca, no muy lejos de la ribera del Huéznar.
En
mis andanzas con el abuelo tuve la ocasión de conocer a algunos
curanderos... Yo me curé de unas verrugas que me salieron por
aquella época gracias a un sanador al que llamaban tío Juan el de
los Lunes,a mí no me gustó cuando lo ví, era largo como un día
sin pan y más flaco que un alambre, parecía que se había escapado
de un camposanto; la cara color del vinagre, unos ojos chicos,
relucientes y oscuros, como pizarrosos, que miraban siempre
atravesados, y cuyo brillar daba escalofríos. Vestía completamente
de negro y llevaba siempre en la mano una vara larga y flexible que
me parece que era de avellano. Me preguntó que cuantas verrugas me
habían salido y yo le contesté con los ojos bajos, sin atreverme a
mirarlo. El tío Juan se quedó mirándome, mientras rumiaba algo así
como gorigori o rezos solemnes y aburridos de iglesia. Entonces me
dijo “Niño, voy a darte once garbanzos negros, uno por cada
verrugas, que deberás tirar en el pozo con todas tus fuerzas y justo
en el momento de tirar los garbanzos tienes que echar a correr para
no oír el ruido al caer en el agua, si llegaras a escucharlo se
rompería la magia y no se te caerán las verrugas” y así lo
hice...
Muy
cerca de la casa donde vivíamos, don Federico, pasaba un arroyo. En
realidad era un mal regajo que en verano no llegaba ni siquiera a
eso. Allí era donde mi madre lavaba nuestras escasas ropas y donde
cogíamos el agua para beber y para las demás faenas. Justo en su
orilla derecha, había un fresno enorme y frondoso, que daba muy
buena sombra en verano, en donde, con cuatro piedras mi abuelo había
hecho su lugar preferido para descansar, rumiando allí sus recuerdos
y nostalgias, sus penas y alegrías, mientras oía pasar el agua. A
mi hermana y a mí nos gustaba mucho sentarnos en aquel lugar,
haciendo compañía al abuelo. Muchas veces se nos hacía de noche en
aquel lugar. Mi hermana pintó muchos cuartelones de crímenes debajo
de aquel fresno, siguiendo siempre las indicaciones del abuelo y
también lo que yo mismo le enseñaba, según fuera un crimen u otro,
una barbaridad u otra. Parecía mentira, que una niña, que no pasaba
de los once años, se diera tanto arte en pintar aquellas grandes
estampas, todas llenas de sangre, de cuerpos destrozados, de
cuchillos, pistolas o hachas, de rostros asustados o descompuestos,
presos del miedo o de la rabia. Yo me quedaba pasmado cuando veía su
carita menuda, linda e inocente como la de una muñeca, inclinada y
con los ojos bajos haciendo los dibujos que iban saliendo de entre
sus manos, de los lápices y las tintas que utilizaba tan
diestramente, dibujos de hombre locos de rabia, perdidos por la
lujuria, la codicia o la deshonra, empuñando puñales o escopetas,
dibujos de mujeres despatarradas y muertas en el suelo o con la cara
desfigurada a fuerza de golpes o de navajazos. Y la sangre, siempre
la sangre, llenándolo todo.
El
Huéznar, don Federico, nacía en el pueblo de San Nicolás del
Puerto en un lugar llamado el Venero, todo lleno de chopos y de
álamos, y donde el agua brotaba de la tierra en borbollones claros y
limpios. La ribera del Huéznar se hacía más imponente, más
bravía, con sus torrenteras, sus hondos barrancos, sus pozas
profundas y su retorcido cauce. Me parece recordar que en San Nicolás
del Puerto había una iglesia muy blanca y muy airosa, en cuya torre
solían anidar las cigüeñas, había también un antiguo puente de
piedra, del tiempo de los romanos, que atravesaba el río Galindón,
ahora hago memoria de que, en el pueblo de San Nicolás del Puerto,
había un enorme bloque hecho de piedras llamado el Torrejón, que
era lo que quedaba de un antiguo castillo moro, y que debajo de él
se podía ver una galería...
Pues
sí, don Federico, se me va el santo al cielo y pierdo el hilo, y no
le acabo de contar de una vez la increíble y tremebunda historia del
Crimen del Huéznar, que es de verdad lo que interesa.
Siguiendo
con lo del Crimen del Huéznar, tengo ahora que decirle que, mi
abuelo tenía mucha amistad con un tal Rufino Sanabria Escudero. Por
lo que yo recuerdo, Rufino era un hombre muy serio y callado, muy
seco y taciturno. Tenía muy poco trato con la gente, y a mí me
parecía que estaba como amargado por algo, por alguna razón
misteriosa que yo no me llegaba a explicar. Andaba siempre con la
mirada honda y triste, más o menos casi como la de un perro, y
estaría alrededor de los sesenta años. Según el abuelo, su amigo
Rufino, era el mejor componedor de romances y de coplas que había en
España, y más de una vez acudía a él para que le rematase alguno
que se le atragantaba y no conseguía terminar. “Es el mejor, el
mejor de su oficio” me decía el abuelo, “¿Y por qué no
canta coplas por los pueblos?” le preguntaba yo, entonces; “por
lo de Santa Olalla” me respondía el abuelo. Y yo le apremiaba
para que me contara que fue lo que le pasó a Rufino en Santa Olalla,
pero nada sacaba al abuelo, se ponía muy serio y solemne y repetía
“no canta coplas por lo de Santa Olalla, y a callarse”. Y
yo, claro está, me callaba.
Una
tarde, a principio de la primavera del año seis, estábamos sentados
el abuelo, Rufino y yo a la puerta del molino, debajo de una parra,
disfrutando tranquilamente del fresco. Rufino fumaba debajo de la
parra, feliz y ensimismado, y entonces el abuelo comenzó a sonreír
y a dar con la contera de su garrote, muy despaciosamente en las
baldosas y guijos que empedraban el suelo. Y entonces, empezaron los
dos a cantar:
En
la ribera del Huéznar,
la
perla de la Comarca,
ocurrió
este horrendo crimen
que
al que lo cuenta le espanta.
El
abuelo calló entonces y miró a Rufino, retándolo a que continuara.
Rufino se puso serio, y una rápida sombra de inquietud y de miedo le
rozó los ojos, pero cantó lo siguiente:
Allí,
muy cerca del Huéznar,
donde
el agua corre y salta,
se
encontró una tarde el cuerpo
de
una niña desventrada.
Y
siguió el abuelo:
Era
una niña graciosa
y
muy bonita de cara,
muy
querida por sus padres,
muy
alegre y muy galana.
Y
siguió después el molinero:
La
encontró un vaquero viejo
que
esas tierras frecuentaba
para
abrevar su ganado
en
aquellas limpias aguas....
Uno
y otro iban inventado:
...
dentro del túnel del tren
que
del Cerro hacia Cazalla
lleva
el mineral valioso
que
de la tierra se arranca.
El
vientre de aquella niña
abierto
en canal de hallaba,
al
aire los intestinos,
y
de sus tiernas entrañas...
...
el criminal había hecho
pasto
para su vil saña,
pues
deshonró a la criatura
poco
antes de matarla.
Entonces
pasó algo, yo esperaba que Rufino siguiera con el cantar del abuelo,
pero no ocurrió nada de eso. El molinero guardó silencio durante un
momento, lo miré y lo vi de pronto con los ojos cerrados, con la
cabeza alta y la cara crispada, mismamente como si le doliera algo
por dentro; Rufino empezó a cantar, con una voz ronca y como
ausente, con una voz que no parecía la suya, y cantó de esta
manera:
¡Y
allí estaba la infeliz,
en
lo oscuro de aquel túnel!
¡Y
el nombre de su asesino
es....
Pero
no tuvo tiempo de llegar a terminar la copla porque llegaron arrieros
con mulos cargados de trigo, al escuchar las voces Rufino pegó un
respingo y quedó de píe, como si hubiera despertado de un mal
sueño.
Para
entonces, el sol ya se había ocultado detrás de una nube negra. Me
acuerdo de un nogal alto y frondoso, donde graznaban tres cuervos
posados en una de sus ramas, y también me acuerdo, que se levantó
de pronto un vientecillo fino y frío que susurró entre los árboles
que bordeaban el Huéznar y que me caló en un momento todos los
huesos, en un mal repelús que me dio de miedo.
Justamente
un día después, mi hermana había ido a ayudar a mi madre en los
trabajos de la casa, y yo me encontraba con el abuelo en su fresno, a
poco más de cuatro pasos de él, junto a los juncos. El abuelo,
debajo del árbol, empezó a dar golpecitos con la contera, tal vez
rumiando algún romance nuevo. Entonces, de pronto, el vientecillo
aquel, comenzó a agolparse sobre las ramas del fresno y empezó a
hacer fresco. Los juncos temblaron un momento y el agua se rizó, y
yo sentí un repentino calambre de frío que hizo que se me erizaran
los pelillos del cogote, y la carne de los brazos se me puso como
pellejo de gallina. Me aparté de la orilla del arroyo y miré al
abuelo. Tenía la cabeza en dirección a la vereda que terminaba muy
cerca de la puerta de nuestra casa. Estaba muy serio, como alarmado
por algo. Su ojos ciegos miraban hacia allí, hacia el final del
camino. Todo estaba en silencio: los pájaros habían dejado de
cantar, y se acallaron todos los rumores del campo, el balido de las
ovejas, el canto monótono y lejano del cuco, casi el murmullo del
agua. Sólo se escuchaba el rebullir medroso del viento.
Repentinamente, el sol se ocultó y empezaron a oírse pisadas... Y
de pronto, me dije para mi sayo, “Faltan los cuervos, los
cuervos graznando en las ramas del árbol”. Mientras me
acercaba al abuelo, miré hacia arriba y entonces aparecieron tres
cuervos de no sé donde, y se posaron en las ramas del fresno, justo
encima del abuelo. Y comenzaron a graznar.
Las
pisadas se oían cada vez más fuerte, a poco, pudimos ver a quien
pertenecían: eran las pisadas de mi padre. Traía la cara seria y
andaba cabizbajo, se acercó a nosotros y dijo “¡Padre, ya
tiene usted crimen para otro de sus romances!” y continuó con
una media sonrisa de repugnancia en los labios “¡Han encontrado
hace un rato a la niña Isidora, la de la familia de Los Pintado, a
la orilla del Huéznar, cerca del vado de las moreras, muerta la
criaturita, con el vientre rajado y las tripas al aire!”
“Como
en Santa Olalla. Más o menos lo mismo que en Santa Olalla” fue
lo primero que dijo el abuelo, y lo dijo como rumiando, como si
hablará para él solamente.
La
niña Isidora era una chiquilla de unos ocho o nueve años, más bien
fea y flacucha, muy negra de cara y más viva que el hambre. Apareció
esa tarde, en la orilla de Huéznar, en el lugar que había indicado
mi padre (y que, por cierto, no estaba muy lejos de mi casa), con el
vientre rajado y las tripas al aire, justo al día siguiente de que
estuviéramos con Rufino el molinero, cantando aquellas malditas
coplas de manera tan inocente. La encontró un vaquero viejo, como la
copla que cantó Rufino, tumbada de espalda con la cara serena y
tranquila. El vientre rajado de arriba a abajo, y que por aquella
raja ancha y espantosa, se veían los intestinos, una masa gris y
azulada de gusanos gordos, por entre los que empezaban ya a bordonear
algunos moscardones y a subir las hormigas en carrefileras. Al
parecer la niña no tenía más heridas, ni daños, ni señales y,
también, se corrió la voz por el pueblo de que la niña no había
sido deshonrada y que el maldito asesino había huido respetando su
pureza.
El
abuelo, después de enterarse del crimen, estuvo cerca de tres días
triste y meditabundo, sentado todo el tiempo en la cocina de la casa
y estorbando a mi madre. Y sí, don Federico, yo también empecé a
pensar y a estrujarme los sesos, y a echar cuentas y más cuentas
para mi sayo. Y lo primero que pensé, fue que el abuelo no había
dado una en el clavo con sus coplas, aquella tarde en el Molino de
Rufino. No señor, no había dado una, salvo quizás al comienzo del
romance, que había dicho que el crimen fue en la ribera del Huéznar,
y dio a entender, que fue espantoso. Por lo demás no había acertado
en nada, porque ni la niña Isidora era tan bonita de cara, ni de
seguro tan querida por sus padres, como tampoco atinó el abuelo con
el lugar donde la encontraron, y tampoco acertó al cantar que la
niña había sido deshonrada... y después de todas estas cuentas y
cavilaciones, me puse yo a pensar en Rufino y en las cosas que él
cantó. Y bien pronto me apercibí que, si el abuelo no había
atinado una, el Rufino con sus coplas lo había acertado todo, desde
que la niña fue desventrada por el maldito asesino hasta que se la
encontró un vaquero; aunque en algo no acertó ya que no se la
encontraron en ningún túnel del tren, sino en la ribera, en la
misma ribera del Huéznar... Y bien recuerdo la última copla,
aquella que no pudo terminar...
¡Y
allí estaba la infeliz,
en
lo oscuro de aquel túnel!
Y
el nombre de su asesino
es....
No,
don Federico, aquello del túnel no me entraba en la mollera, le dí
vueltas y más vueltas, y quebrándome los sesos y las entendederas,
sin sacar nada de provecho, se me hacía de noche debajo del fresno.
A
la mañana de los tres días de haber aparecido muerta la niña
Isidora, me despertó el abuelo mas bien temprano y me dijo “¡Arriba
Sebastianillo, que nos vamos a ver a Rufino!”. A mi derecha se
removió mi hermana Lucía en su jergón y después continuó
durmiendo.
A
poco ya estábamos bordeando la ribera del Huéznar, camino del
molino de Rufino. Cuando llegamos, lo primero que me chocó fue
encontrarme a Rufino justamente en el mismo lugar donde estuvo
sentado aquella tarde cuando lo del romance. Nos vio llegar y no se
movió para saludarnos o para salirnos al encuentro. “Como en
Santa Olalla, Rufino, como en Santa Olalla” le dijo el abuelo
cuando se acercó a él, en un tono talmente como se da el pésame a
las puertas de las iglesias. Rufino asintió despacio y cabizbajo.
“Rufino
es menester que acabes la última copla, ya sabes a qué me refiero”
dijo el abuelo entonces; pero Rufino seguía en silencio, sin apartar
los ojos del suelo. “Acertaste en todo Rufino, en lo de la niña
desventrada, y en lo de que aparecería con las tripas al aire, y
también en que la encontró un vaquero. Y también acertaste en lo
del túnel”
Yo
apunto estuve de interrumpir al abuelo y decirle que en lo del túnel
no acertó, pero en aquel mismo momento se me iluminaron las ideas;
el tramo de la ribera donde apareció era uno de esos lugares donde
los álamos, chopos, fresnos y demás árboles, que se crían en las
dos orillas, terminan casi tocándose con sus copas de tan altos y
espesos que son, formando una larga galería umbría y oscura, como
un túnel.
Sentado
bajo la parra del molino, miré otra vez a Rufino y le tuve miedo,
sentí un miedo intenso y extraño hacía los poderes mágicos de
aquel hombre pequeño, delgado y reservado, en apariencia tan
humilde, tan poquita cosa, tan inofensivo. Me atreví a pensar
confusamente, para mis adentros “¿Habían matado a la niña
Isidora porque él lo dijo en el romance, o bien Rufino cantó el
crimen porque, de todas formas, estaba de Dios que el crimen
sucediera?” Muchas veces le he dado vueltas a estas ideas desde
entonces, don Federico, pero nunca he podido sacar nada en claro.
“Tienes
que terminar la copla, Rufino” le insistía el abuelo, y Rufino
callaba y callaba, como desconcertado, agobiado por los
requerimientos de su amigo. De pronto ya no pudo más, se irguió “No
puedo, Sebastián, te juro por mis muertos que no hay manera de
hacerlo” dijo con voz ronca, baja y temblorosa... “Lo he
intentado desde que me enteré de lo sucedido, bien lo sabes, pero no
hay manera. Y no creas que fueron los arrieros los que me
interrumpieron el cantar, que no fue así. Si no terminé la copla
fue..., fue porque...” El abuelo lo miraba con sus ojos ciegos
y bizcos, sobando con inquietud el garrote “sigue, Rufino”
dijo con suavidad. “No pude terminar la copla, Sebastián,
porque no me salían las palabras, porque eran palabras raras.
Palabras raras, ¿Me entiendes, Sebastián? Las del último verso”
El abuelo asintió con la cabeza y Rufino continuó “Palabras
raras y oscuras, Sebastián, que yo no acabo de poner en claro, que
me confunden el entendimiento y el habla. Palabras.... como
extranjeras. Eso es extranjeras. Y yo no sé hablar como hablan los
extranjeros, bien lo sabes tú: Yo solamente sé hablar y cantar en
cristiano. No puedo terminar la copla, Sebastián, que más quisiera
yo, maldita sea. De verdad que no hay manera, de verdad que no puedo,
por mis sagrados muertos te lo digo”.
Rufino
se inclinó en el poyete y se tapó la cara con las manos, parecía a
punto de llorar.
A
la tarde siguiente, yo solucioné el crimen del Huéznar, don
Federico, yo solo, sin ayuda de nadie y a la buena de Dios, estaba
bajo el fresno, aquella tarde sin saber que hacer y harto de pensar
en el crimen. Nada se sabía. Por la mañana, corrieron rumores sobre
que la Guardia Civil había dado por fin con el criminal, don
Federico, en la persona de un ingeniero o perito inglés del Cerro
del hierro, de los que mandaban en la mina. Decían que aquel inglés
tenía, como es natural, un nombre raro de su tierra, algo así como
Jonathan Summer, o cosa parecida. Y después, llegaron otros rumores
diciendo que el inglés solamente había prestado declaración en el
cuartelillo, yéndose después de a su casa, tan campante. El inglés
se salvó, don Federico, lo salvé yo aquella tarde. Nada tenía
contra él, nada me había hecho, y lo salvé cuando me apercibí de
que empezaba otra vez a remolinear aquel vientecillo ligero y frío.
Y la copla, aquella copla sin terminar que había dejado en el aire,
Rufino, aquella tarde, allá en el molino, se me vino de pronto a la
cabeza.
Y
la terminé, don Federico. Entonces terminé la copla.
Lo
que canté se perdió poco a poco en las bocanadas tenues y medrosas
del vientecillo aquel, leve y juguetón. Me puse de píe, tragué
saliva, cerré los ojos y canté lo siguiente:
¡Y
allí estaba la infeliz,
en
las sombras de aquel túnel!
¡Y
el nombre del asesino
es
tío Juan el de los Lunes!
Las
palabras encajaron a la perfección, don Federico, o así me lo
pareció a mí.
Para
agarrotar al tío Juan El de los Lunes tuvo que venir el verdugo de
Madrid, ya que el verdugo de Sevilla se arrugó a última hora, por
miedo a los poderes mágicos del tío Juan. Al tío Juan lo
prendieron al día siguiente de que yo cantara esa copla. En el
Juicio quedó probado por completo que había matado y desventrado a
la niña Isidora con una navaja, para hacer práctica de sus inicuas
magias. El tío Juan el de los Lunes negó siempre las acusaciones, y
al conocer la sentencia se echó a llorar mismamente como si fuera un
niño, gritando a grito pelado su inocencia.
Rufino
Sanabria Escudero, el molinero amigo de mi abuelo, terminó
ahorcándose en una rama baja de uno de los nogales de su molino.
En
cuanto al abuelo, ya nunca volvió a ser el de antes, don Federico,
nunca más nos fuimos a hacer el cordel por esos caminos de Dios, me
acuerdo que comenzó a encerrarse en la habitación y que solamente
acostumbraba a salir para comer. Yo, a veces, me arrimaba a la puerta
de su cuarto y escuchaba el golpeteo machacón y pausado de su
garrote y le escuchaba decir entre dientes “no me convence, no me
convence”. El abuelo murió tres meses después del crimen del
Huéznar, ya bien entrado el verano. En sus último días, comenzó a
pedirme por las tardes que lo llevara al lugar donde habían
encontrado a la niña Isidora, siempre llegábamos a aquel sitio a la
hora del atardecer, era entonces cuando el abuelo decía que le
volvía la vista de milagro, y que veía fantasmas, como figuras o
sombras raras, raras y confusas. Me acuerdo, que una de aquellas
tardes, el abuelo después de estar un rato sentado en una piedra,
mirando con fijeza hacía los árboles, justo hacía el sitio exacto
y cabal donde encontraron el cuerpo de la niña, pegó un respingo de
pronto, y se incorporó como si lehubiera picado algún alacrán o
alguna víbora de campo “¡Vámonos de aquí! ¡Por Dios,
vámonos de aquí ahora mismo!”, fue lo único que dijo, y yo
me fijé que su cara estaba espantada, como si hubiera visto
fantasmas. Nada más llegar a nuestra casa, el abuelo se fue para su
habitación, y allí tanteó en la vieja cómoda de seis cajones
donde guardaba sus cosas, y después empezó a romper papeles y más
papeles, pliegos y más pliegos de horrorosos crímenes, de bandidos
célebres, de santos y de vírgenes, de famosos suicidas, de seres
míticos y de animales fabulosos, hasta que no quedó ninguno. Y fue
entonces cuando le dio el ataque. Murió aquella noche en su cama y
en su casa. Me acuerdo que antes de morir me llamó y con un hilillo
de voz me susurró: “Sebastianillo, perdóname, perdóname por
todo el mal que os he hecho, a ti y a tu hermana Lucía, sobre todo a
Lucía, porque ha sido sin mala intención, sin malicia ninguna”
En
cuanto a mí, poco después entré en la imprenta de aprendiz, que
era lo que yo de verdad quería. Me casé con Jacinta y fue
entonces...
¡Pero
usted dispense, don Federico, y qué sorpresa me tenía usted
guardada! ¡Si están aquí el maestro Negrillo, saliendo de las
sombras!¡Y más allá veo Rufino y al señor poeta y a mis amigos de
la infancia! ¡Que sorpresa, don Federico, si están aquí mi padre y
mi madre y también el abuelo! ¡Y Jacinta, tan guapa y todos los
hijos que se nos murieron!
Y
más allá, ¿A quién veo, quién viene también a saludarme? ¡Mi
hermana Lucía! ¡Mi hermana Lucía saliendo de las sombras y
acercándose! ¿Qué lleva en alto, en la mano izquierda? ¡Ah, es un
cartelón de aquellos que pintaba con tanto arte para los romances
del abuelo! “¡Mira Sebastián!” va diciendo mi hermanilla
Lucía “¡Mira que bien he pintado en el cartelón a la niña
Eufrasia, la que deshonraron en Azuaga, y después le abrieron el
vientre! ¡Mira que bien me han salido los intestinos, Sebastián,
que parecen de verdad! ¿Sabes como he aprendido? No te lo digo, que
es un secreto” Sí me muestra el cartelón en su mano
izquierda, pero ¿Qué lleva en la mano derecha, eso que brilla? ¡Ah,
es la navajita que tenía mi hermana Lucía para afilar los lápices!
La navajita, un poco sucia, un poco manchada de rojo, seguramente por
las tintas y los colorines que mi hermanilla gastaba para pintar los
cuartelones, con tanto talento y arte.
Y
a poco, entre esas sombras, me va llegando también el rumor lejano
de un agua que conozco, y el susurro del viento, y el verde de los
árboles...
“Sebastián
Cumbreño Ballesteros, oficial impresor jubilado, de setenta y siete
años de edad, murió aproximadamente a las once de la noche del
pasado lunes, día once de julio de los corrientes, mientras
descansaba y veía la televisión en el salón recreativo de este
centro geriátrico. Según el correspondiente certificado médico, su
muerte fue debida a causas naturales.
El
cadáver fue hallado por la celadora de este establecimiento Dª
Montserrat Castell Teixidor, quien se personó en el salón
recreativo al advertir la tardanza del Sr. Cumbreño Ballesteros en
retirarse a su habitación para dormir. El cuerpo se hallaba en una
hamaca de descanso, con las piernas tapadas por una manta ordinaria y
la cabeza orientada hacia el receptor de la televisión, en donde se
ofrecía el popular programa Esta es su vida, por Federico Gallo, que
era el preferido del Sr. Cumbreño.
El
finado fue internado en este centro poco después de su jubilación,
a instancias de su hermana, la famosa pintora Lucía Cumbreño
Ballesteros, más conocida en el mundo del arte como Lucy Clooner fue
la creadora del polémico movimiento pictórico que se ha dado en
llamar hiperrealismo siniestro, y por lo que ha pasado a la historia
del arte de este siglo.
Se
ha dado aviso a los familiares”
Basado en la novela de Manuel Sánchez Chamorro, "El Crimen del Huéznar"
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